El cuerpo humano es una obra maestra en constante evolución. Desde nuestra llegada al mundo y especialmente durante la fase de crecimiento, nuestro cuerpo se empeña en desarrollar y mantener nuestros huesos en la mejor condición posible hasta llegar a la menopausia. Este proceso de regeneración ósea es fundamental para nuestro desarrollo físico, permitiendo que el esqueleto, el bastión que sostiene nuestra estructura, aumente en tamaño y resistencia.
Este es un proceso que nunca duerme. Nuestras células óseas se renuevan constantemente; las células viejas se desintegran, dando paso a la creación de nuevas células. Sin embargo, a medida que envejecemos, especialmente después de los 30 años, el panorama cambia significativamente.1
Llegados a este punto, nuestros huesos han alcanzado su densidad máxima. La balanza que mantenía un equilibrio entre la desintegración del tejido óseo viejo y la creación del nuevo se inclina. En esta etapa, la desintegración del tejido óseo suele ser más rápida de lo que el cuerpo puede generar nuevo tejido. Este fenómeno se presenta tanto en hombres como en mujeres y puede dar lugar a una disminución de la masa ósea.